Notas

Anaversa, a 20 años de un crimen impune


Dra. Lilia América Albert Palacios
Consultora internacional en toxicología ambiental y evaluación de riesgos

Presentación
El pasado 3 de mayo se cumplieron 20 años de uno de los accidentes químicos más graves de América Latina: el de Anaversa (Agricultura Nacional de Veracruz). Ese día se incendió y luego estalló todo el material almacenado en el local de dicha empresa en la ciudad de Córdoba. Eran plaguicidas altamente tóxicos y peligrosos. La prestigiosa científica Lilia América Albert se ha encargado de reconstruir, paso a paso, lo que entonces y después ocurrió en relación con dicha tragedia. Ella nos muestra la responsabilidad que en el caso tuvieron las diversas instancias gubernamentales relacionadas con la protección de la salud, la seguridad de los trabajadores y de la comunidad de Córdoba; también con el medio ambiente. Nos ilustra cómo la impunidad de todo tipo cubrió a los culpables de lo ocurrido y lo sigue cubriendo, mientras centenas de personas se han visto afectadas en su salud sin que ninguna autoridad haya tomado las mínimas medidas para atenderlas. Y, además, señala qué medidas se deberían haber tomado para evitar que se repita una tragedia como la referida, lo que, sin embargo, ocurrió hace un año, el 23 de marzo, en Izúcar de Matamoros, Puebla, en la formuladora Dragón de la misma empresa responsable del accidente de Córdoba.


Introducción
En México, poco se habla de las emergencias químicas y los graves daños que resienten las comunidades cercanas, o sólo se hace por poco tiempo, como en el caso reciente de San Martín Texmelucan. Sin embargo, en nuestro país ocurrieron nueve (más del 15%) de las 55 emergencias químicas más graves registradas en el mundo hasta 1993, entre las que figuran las de Seveso y Bhopal.

Se calcula que el ritmo de estas emergencias en México es, al menos, de una importante cada año. Pero casi cotidianamente ocurren muchas menores en instalaciones industriales, almacenes o durante el transporte de sustancias peligrosas que, en general, no llegan a los periódicos ni a las estadísticas. Es posible que, independientemente de su desarrollo, pocos países se acerquen a estas alarmantes cifras.

Las emergencias químicas
Las emergencias químicas están asociadas con la fuga, derrame, explosión o incendio de sustancias peligrosas, ya sea que éstas las generen, que el accidente cause que se formen otras nuevas de peligrosidad diferente. Pueden ocurrir durante cualquier actividad –transporte, almacenamiento, procesado, uso y disposición final– en la que se manejen sustancias peligrosas en instalaciones fijas o durante su transporte por diversos medios.

Causan un daño grave, inmediato o posterior, que puede afectar, de manera temporal o permanente, a un gran número de individuos: causarles la muerte, contaminar una gran extensión de terreno, alterar la estabilidad ambiental a corto o largo plazo, dañar o destruir las instalaciones en donde se originó la emergencia, así como los bienes materiales de la comunidad cercana. Por definición, son inesperadas y originan gran confusión y caos.

A diferencia de los accidentes característicos del siglo XIX, cuyas consecuencias se limitaban al espacio y tiempo del accidente, las emergencias químicas pueden causar daño grave a comunidades y sitios remotos, incluyendo generaciones posteriores a las expuestas, con consecuencias de duración y gravedad variables. Actualmente son causa importante de desastres en el mundo, sólo superadas por catástrofes naturales, como inundaciones o terremotos.

Antecedentes. La frecuencia y magnitud de las emergencias químicas están directamente relacionadas con la evolución histórica de la producción, almacenamiento uso y transporte de sustancias químicas, tanto por las características de estas sustancias, como por la naturaleza competitiva del sector industrial que las genera o utiliza y el aumento de los procesos industriales correspondientes.

Después de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, desde 1970, estas emergencias son cada vez más graves y frecuentes a causa del desarrollo acelerado de la industria química y la creciente oferta de nuevos productos. Por ejemplo, hace medio siglo se consideraba grande una planta para producir 50 mil toneladas anuales de etileno, esencial para la fabricación de varios polímeros. Pero desde hace 20 años estas plantas sobrepasan el millón de toneladas anuales, con un aumento paralelo en los medios de transporte y almacenamiento.

Además, muchas ellas se han trasladado a países en vías de industrialización en los que hay un entorno legal favorable, requisitos ambientales menos estrictos, costos accesibles de mano de obra y suficientes trabajadores y técnicos capacitados. Un resultado negativo de estas transferencias es que, a menudo, la frecuencia y magnitud de las emergencias químicas son mayores en estos países receptores, que no suelen estar preparados para enfrentarlas.

Acciones internacionales. La preocupación sobre los riesgos de las sustancias químicas se expresó desde la Conferencia de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente Humano (Estocolmo, 1972). Como resultado, se crearon el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y el Programa Internacional de Seguridad de las Sustancias Químicas y se recomendó a los países establecer planes para responder a las emergencias químicas, así como para prevenirlas.
A partir de 1975 en el mundo ocurrieron varias muy graves, entre ellas, las de Seveso, Italia, en 1976; durante 1984 la explosión de gas licuado en San Juanico, la de un ducto de gasolina en Brasil y el desastre de Bhopal, en India. En 1986, el accidente de Basilea.

En Seveso se dispersaron peligrosos contaminantes, en especial dioxinas, sobre casi dos mil hectáreas, exponiendo a unas 40 mil personas. En el de Bhopal murieron de inmediato más de 3 mil, fueron evacuadas más de 200 mil y se calcula que, a la fecha, han fallecido unas 25 mil de las expuestas. En los dos casos, las plantas producían plaguicidas o productos para su síntesis.
En el caso de Basilea, un incendio afectó mil 200 toneladas de productos tóxicos, varias de las cuales llegaron al río Rin, a través del cual contaminaron unos 250 km2 en Suiza, Alemania, Francia y Holanda; 12 millones de personas estuvieron potencialmente expuestas y 320 kilómetros del río quedaron totalmente devastados. Estos desastres contribuyeron a aumentar la preocupación sobre estas emergencias y renovaron el interés en su prevención.

A fines de 1986, el PNUMA presentó el Programa APELL (Awareness and Preparedness for Emergencies at the Local Level), dedicado a la preparación local para controlar las emergencias, así como a desarrollar y fortalecer la conciencia de las comunidades sobre los riesgos que las instalaciones industriales presentan para la vida, el ambiente y las propiedades.

En 1992, la ONU realizó la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo en Río de Janeiro (Cumbre de Río), donde se reconoció que las sustancias peligrosas representan un riesgo grave, a corto y a largo plazo, para el ambiente y la salud, a pesar de lo cual, se seguirán usando y, probablemente, en cantidades cada vez mayores; sin embargo, se reconoció también que, a pesar de su peligrosidad intrínseca, aun las sustancias más peligrosas pueden usarse con eficacia económica y alto grado de seguridad si se conocen sus propiedades y se especifican con claridad las precauciones con las que deben manejarse.

Con este objeto, en la declaración final de dicha conferencia –Agenda XXI–, se incluyó un capítulo –el 19– dedicado a la gestión racional de las sustancias químicas, en el que se reconoce que el uso inadecuado de muchas de ellas ha generado una grave contaminación química en varios lugares, con riesgo de daños severos a la salud, a las estructuras genéticas y a la reproducción humana, así como a la estabilidad del ambiente a largo plazo, por lo que es necesario aumentar los esfuerzos para lograr su gestión adecuada. Para esto, en dicho capítulo se propone que se establezcan planes para la prevención y respuesta a las emergencias químicas y para lograr que las áreas afectadas por ellas se descontaminen y rehabiliten.

Aunque en los países industrializados se acepta sin discusión la importancia de prevenir estas emergencias y enfrentarlas (pues causan importantes daños económicos y graves efectos en la salud y la estabilidad del ambiente), diversos factores políticos, económicos y culturales han dificultado que se le dé al tema la prioridad que requiere en la mayoría de los países en desarrollo. Como resultado, la conciencia de los riesgos asociados con las sustancias químicas y la importancia de reducirlos es incipiente entre las autoridades y comunidades de esos países. No suele haber planes para prevenir y enfrentar estas emergencias o, si existen, son insuficientes o inadecuados.

Vulnerabilidad de los países en desarrollo. Antes de 1970, todas las emergencias químicas con más de 60 muertes ocurrieron en países industrializados. A partir de esa fecha, las emergencias de esta magnitud han ocurrido sobre todo en países en vías de industrialización, como México.

Y, aunque en los países industrializados ocurren más emergencias químicas, sus consecuencias son peores en los en vías de industrialización; por ejemplo, entre 1974 y 1987, las emergencias químicas con más de 50 muertes fueron 59; aunque sólo 21 ocurrieron en países en vías de industrialización, a ellos les correspondió el 92 % de las 4 mil 281 muertes. Algo similar sucede con los lesionados: aunque sólo 12 de los 28 accidentes con más de 100 lesionados que hubo en esos años fueron en estos países, a ellos les correspondió el 96% de los 74 mil 363 lesionados.

Datos como éstos confirman que la industrialización de estos países aumenta la probabilidad de que ocurran en ellos emergencias químicas graves, como las de Seveso y Bhopal, y comprueban su vulnerabilidad hacia ellas. Esto se debe a que, por lo común, estos países no tienen experiencia al respecto y, con frecuencia, tampoco recursos para establecer planes básicos de prevención y control de estas emergencias, o no le conceden la importancia debida al problema.

Una causa fundamental de la vulnerabilidad hacia las emergencias químicas de países como México es la búsqueda compulsiva de un desarrollo económico rápido mediante un modelo de industrialización que no toma en cuenta las características y riesgos de la tecnología que se utiliza. Este modelo propicia una industrialización rápida, mal planeada, desordenada; asociada con un creciente flujo migratorio desde las zonas rurales y un proceso acelerado de urbanización de las zonas elegidas para instalar las industrias, lo que contribuye a que las nuevas comunidades carezcan de cohesión social y no sean tomadas en cuenta por los gobernantes. También es común que las nuevas industrias se establezcan en zonas de alta marginalidad, lo que eventualmente genera problemas de justicia ambiental.

Además, como ha ocurrido en México, no se establece oportunamente un marco legal adecuado para proteger al ambiente y la salud de la población de los riesgos asociados con las nuevas industrias. El resultado son reglamentaciones inadecuadas o ineficaces, lo que propicia que las corporaciones internacionales tengan una política de prevención de riesgos en un país desarrollado y otra, mucho más laxa, en cualquier país en desarrollo al que se trasladan, en los que pueden emplear tecnología obsoleta o peligrosa o producir sustancias obsoletas o prohibidas ya en los países de origen a causa de su peligrosidad. Es lo que se conoce como “exportación de riesgos” y “doble estándar”.

Además, las estructuras sociopolíticas de los países en desarrollo generan circunstancias en las cuales emergencias que no habrían ocurrido en un país industrializado (o hubieran sido menores), pueden ser verdaderas catástrofes, con una importante amplificación sociopolítica de los riesgos. A esto contribuyen la debilidad de la democracia y de los sistemas políticos, la baja (a menudo, nula) participación social en las decisiones y el hecho de que, por consideraciones de estabilidad política, en general no se informa a las comunidades de los riesgos a los que están expuestas, ni se les prepara para prevenirlos.

Es importante tener en cuenta que, además de sus efectos negativos en la salud o el equilibrio ambiental, los costos de una emergencia química incluyen daños sociales, económicos y, a veces políticos. Por eso mismo debería estar claro que establecer precauciones básicas para reducir la frecuencia y magnitud de las emergencias químicas en un país, no sólo es un ahorro considerable sino una gran inversión pues los costos de estas emergencias incluyen los posibles efectos adversos sobre las generaciones futuras, los que puedan ocurrir en sitios remotos al del accidente, así como los daños socioeconómicos a largo plazo en términos de contaminación persistente, enfermedades crónicas, y desestabilización económica y política.

Vulnerabilidad de México. Tal como ocurre con otros países en vías desarrollo, México es muy vulnerable hacia estas emergencias; por ejemplo, entre 1974 y 1987, el país tuvo el cuarto lugar en número de accidentes (17), pero ocupó el tercero en muertes, con un promedio de 49.9 por accidente mientras, aunque Estados Unidos tuvo el primer lugar en número de accidentes (144) ocupó el octavo en muertes por accidente (un promedio de 15.6), por su mejor preparación al respecto.

Además de los muertos y lesionados durante dichas emergencias, con los daños a largo plazo para la salud, desequilibrio ambiental y pérdidas financieras, también hay resultados sociopolíticos indeseables. Por ejemplo, el 15 % de las manifestaciones en Guadalajara durante el año siguiente a la explosión de 1992 estuvieron relacionadas con el accidente. Un problema asociado son las violaciones a los derechos humanos de las comunidades afectadas.

Como se puede demostrar mediante una somera revisión de las noticias, en México la mayoría de estas emergencias ocurren en instalaciones o ductos de Pemex; sin embargo, muchas de ellas no llegan a las noticias y sólo se conocen las más graves como las de San Juanico o Texmelucan.

Lamentablemente, hasta el momento, los datos disponibles sobre emergencias químicas no han sido tomados en cuenta en el país, a pesar de que urge una evaluación que permita conocer y cuantificar el daño que causan y el hecho, innegable, de que se carece de una preparación adecuada para enfrentarlas. En el mejor de los casos, las autoridades pueden llevar agua o colchonetas a los damnificados por un huracán, pero no atender a los intoxicados de manera aguda en una emergencia química. Desde luego, tampoco a los expuestos de manera crónica por el mal funcionamiento de las industrias, de lo cual hay innumerables ejemplos.

En la respuesta oficial a las emergencias químicas en México predominan la ignorancia, la improvisación, la desidia, el control político de la información o su ocultamiento, lo que viola la legislación ambiental y los derechos constitucionales de la población afectada. Mientras es posible, los datos oficiales al respecto se manejan como si fueran secreto de estado y, a veces, se llega al extremo de declarar que la información es “confidencial”, para hacerla inaccesible. Cuando no queda más remedio que reconocer el problema, a las quejas ciudadanas se les dan respuestas lentas, ineficaces o burocráticas y, finalmente, para “resolverlo” se toman medidas demagógicas de nula eficacia.

Aunque debería ser evidente la urgencia de establecer cambios en este rubro, hasta el momento en México se carece de una política pública para las emergencias químicas, la cual debería enfocarse, ante todo, a la prevención y, desde luego, a la organización de lo necesario para dar respuesta pronta y eficaz a estos accidentes, para aplicar lo acordado en la Cumbre de Río sobre el desarrollo de planes de prevención y la participación de las comunidades en ellos.


Anaversa, un crimen impune
Entre las muchas emergencias químicas graves ocurridas en el país, destaca la explosión en la planta de Agricultura Nacional de Veracruz (Anaversa), cuyas consecuencias negativas siguen vigentes veinte años después.


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